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29/12/12


Corren niños por la casa. Ahí están sus voces, la brevedad de la risa, el juego que irremediablemente los sacude, poniendo patas arriba los cuartos, el servicio de té sobre la mesa. Uno de ellos habla, guía a la manada, es una suerte de líder joven y valiente. La muchacha los observa, ahora sorbe el té, en esta tarde diáfana, tranquila pese a todo, pese a los niños que corren y a las mujeres de la casa, pese a las voces que se alzan y sacuden las altas cristaleras de la sala.

No saben que ella las escucha. No saben, estas mujeres, que allí hay una que no les pertenece. Esta niña vieja, que dirán algunos, que es la muchacha que no juega. Hermosa a su manera, también valiente, no es ni de los unos ni de los otros, pero a todos observa. A todos conoce, en esta tarde, en este tiempo. De todos sabe aunque no quieran, de los niños y las viejas, de la criada que trae bollos, un poco de leche para la señora. Y aunque no habla, todo lo dice con los ojos, y si alguien se fijara en ella sabría, sabría de qué modo, con qué intensidad desea la muchacha ser hombre para huir, ser niño de los páramos, volver a ese lugar oscuro que es el bosque donde habitan Isabella y su nidada.

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